Cuando el capitalismo se volvió inmaterial y la pandemia lo hizo más evidente
La pandemia ocasionada por la COVID-19 ha alterado la forma en que se convive, se trabaja y se aprende. A golpe de temores, incertidumbres y llamados de la autoridad, los ciudadanos del mundo han sido convocados en algunos países, y obligados en otros, a confinarse, distanciarse, y desconfiar de los cuerpos que transmiten el virus invisible. La única defensa ante esta catástrofe mundial, a la espera de una vacuna, es una cultura de la mediación; del cubrebocas, de la careta, y del metro y medio de sana distancia; pero también, para quienes tienen acceso, de las pantallas y la virtualidad. Se ha pedido reducir los encuentros físicos, pasar de las clases presenciales a los encuentros por plataformas de videconferencias; de las celebraciones familiares en casa a las reuniones restringidas en número o simplemente mediante la visita en auto sin bajar del mismo. Y esto con sus matices: una gran parte de la sociedad no puede acceder a las plataformas ni puede permitirse parar sus actividades económicas, mientras que otra parte de la población por decisión propia o por incredulidad, ha cambiado muy pocas de sus prácticas previas a la contingencia.
Bajo este contexto de catástrofe, se apresura una tendencia que desde finales del siglo xx se anunciaba como inminente. La emergencia de lo inmaterial como protagonista de lo social; de la transición de los bienes físicos tradicionales, al rol del conocimiento, los datos, y en general, de lo cognitivo, como los mayores conductores del desarrollo económico. Estos bienes intangibles incluyen a la educación, investigación, patentes, licencias, diseños, mercadotecnia y otros. Se está entrando así, a una nueva fase del capitalismo, llamada cognitiva. Esta etapa se caracteriza para Míguez (2013) por “colocar el conocimiento y el cambio tecnológico en el centro de los procesos de valorización del capital y, simultáneamente, generar nuevas contradicciones derivadas de la creciente complejidad de los procesos de producción” (p. 23). Y porque en la era del capitalismo cognitivo, “se participa de un nuevo modelo de producción y de consumo, así como de relación social, que establece, por necesidad, una nueva lógica de la llamada economía colaborativa con la cultura red” (Sierra, 2006, p. 3).
Emergen entonces, nuevos sujetos de producción, nuevas culturas políticas, y nuevas subjetividades determinadas por la captura del código, por el control de la información y el conocimiento, y por el trabajo inmaterial. En este contexto cobran gran relevancia la dimensión subjetiva y simbólica, y la creatividad del trabajo humano, más que la infraestructura o capital físico que había prevalecido en el modelo fordista (Sierra, 2006).
Ahora bien, bajo esta prevalencia de lo cognitivo, cabe preguntarse cuál es el papel de la tecnología, tomando en cuenta que sus dispositivos son creados para el manejo, producción y extracción del trabajo inmaterial conformado por información, conocimiento, ideas, imágenes, e inclusive relaciones y afectos. No sería exagerado decir que están en el corazón de esta sociedad del capitalismo cognitivo. Sus características de flexibilidad, apertura, actualización, innovación y efectividad los hacen colocarse en la primera línea de una sociedad en donde el conocimiento está al servicio, sobre todo de quienes poseen y controlan dichos dispositivos, que suelen ser los poderes políticos y económicos.
Tecnologías y conocimiento, se unen así, en una simbiosis cuya finalidad para Galcerán (2007), estriba en la generación y procesamiento de información, así como en la creación de símbolos asociados casi siempre al consumo y a la productividad. Habría que agregar, sin embargo, que el concepto de conocimiento dentro del capitalismo cognitivo se restringe, como señala Galcerán, a: 1) aquellos conocimientos que pueden ser objeto de patente; 2) aquellos que son necesarios para el desarrollo de las tareas y que incluyen determinadas competencias y; 3) aquellos que son necesarios para la gestión y la toma estratégica de decisiones, o sea que incluyen competencias y habilidades de tipo interactivo y comunicativo (2007). Quedando afuera los saberes tradicionales no susceptibles de evaluación, rentabilidad y apropiación. Es decir, el conocimiento por sí mismo, queda marginado en este esquema.
Las humanidades y el cuarto paradigma: ¿quién genera los datos?
Un paradigma generalmente se define como un modelo de pensar y actuar. En la comunidad científica lo componen una serie de conceptos y prácticas que definen un periodo histórico específico. El inicio de los paradigmas actuales puede remontarse a las primeras explicaciones de fenómenos naturales a partir de los sentidos del ser humano, combinados con la visión mágica del mundo. Esto dio lugar a muchos avances en distintas áreas del saber y sobre todo dio lugar a la ciencia experimental: en la que se incluyeron hipótesis, así como instrumentos que funcionan como extensiones del cuerpo (Hey, Tansley y Tolle, 2014). El telescopio y el microscopio, por ejemplo, que extienden lo que el ojo humano no puede observar por sí mismo.
Surge unos siglos después el paradigma de la ciencia teórica, que permitió elaborar teorías y explicaciones más sofisticadas del mundo, así como al desarrollo de la estadística. Y hace unas décadas, el tercer paradigma, el de la ciencia computacional. A través de cálculos complejos que el acercamiento al conocimiento se ha potenciado y que ahora, tan normalizado con el auge y popularización de las computadoras personales lleva al cuarto paradigma: las computadoras se hicieron más pequeñas y más presentes en la vida cotidiana. Se vive una “ciencia intensiva en datos” (Gray en Lynch, 2014, p. 191) que implica el desafío de nuevas formas de comunicar el conocimiento, por lo que, además de cambios en la producción científica, también está la necesidad de construir comunidades de colaboración (Hey, Tansley y Tolle, 2014).
Se ha dicho bastantes veces que, en esta época, es el exceso de datos el que exige una capacidad de discernir entre la información pertinente o verdadera, pero también hay otras problemáticas por atender. El hecho de que hayan aumentado la cantidad de datos no solo habla de la encandilante capacidad de producirlos, sino también de la cantidad de personas que ahora se dedican a la producción de información. En estas dos últimas décadas, pueden apreciarse la aparición de miles de nuevas revistas, el incremento de investigadores en universidades, el aumento de sistemas accesibles para crear y la facilidad de compartir en red (Vallverdú, 2008). Ante este mar de accesos e información, más el hecho de que muchos participan en la creación de datos, ¿cuál es el papel de las humanidades y ciencias sociales?, ¿qué saberes han de retomarse para que la mediación tecnológica no sea el objeto central de la experiencia humana? ¿Cómo abordar la digitalización de la vida con límites humanos?
A su vez, a partir de las características del trabajo inmaterial que caracterizan a la sociedad actual, surgen otras preguntas, que es imperativo hacerse, como: ¿cuál es el papel que desempeña la educación escolarizada, y específicamente la Universidad?, ¿cuáles son los cambios que está experimentando en este sentido y que se aceleran con la llegada de la pandemia?, ¿está llamada a “desmaterializarse” de sus aulas y sus campus y a convertirse en una comunidad virtual generadora de conocimientos susceptibles a ser mercantilizados?
Reflexiones y experiencias frente a la contingencia, publicado por el Programa Editorial de CETYS Universidad.
Profesora en distintos niveles educativos además de publicar varios libros, artículos académicos y relatos de ficción.
Autor y Coautor de varios libros y actualmente es Director del Departamento de Humanidades de CETYS Universidad, Campus Mexicali.
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