Antes del confinamiento ocasionado por la pandemia ya era necesario hablar de las reconversiones que está viviendo la Universidad. Profesores, estudiantes, y sociedad en general, están siendo posicionados, desde hace tiempo, por organismos internacionales como la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), el Banco Mundial, las grandes multinacionales y las asociaciones de empleadores, frente una nueva organización del trabajo educativo. Sierra (2006) la entiende como una nueva señalización y producción en serie de conocimientos, en buena medida por la evolución de las tecnologías de la información y la comunicación (tic), y el multimedia, en lo que para él, es un proceso de eliminación del trabajo cualificado por la introducción de tecnologías que pueden ser manejadas por personal semi o no cualificado, como los teletrabajos mediados por software de fácil operativización, la transferencia de saberes a soportes físicos, y el software para mirar otras modalidades de transmisión de la información y el conocimiento.
En ese sentido, Sierra (2006) habla de una crisis de la institución universitaria, entendiéndose como una transformación de los modelos de organización educativa centrados en la transmisión de una cultura universal, a un modelo de corte instrumentalista y mediado por tecnologías, donde la llegada de anglicismos, como learning by doing, creative learning, cooperative learning, entre otros, propios de una cultura pragmática son promovidos para entrar en consonancia con el mundo del trabajo y del emprendimiento.
Esta visión permea todos los órdenes de la vida y también altera y crea nuevas realidades para las cuales se tiene que adaptarse y responder. Es por ello que, desde la universidad, se tiene la obligación y la gran responsabilidad ética de crear condiciones para que los estudiantes no solo se instalen en ella y adquieran las habilidades para reproducirla, sino que sean, frente a ella, reflexivos, informados y tengan la capacidad de retirarse, asumiendo la idea griega de la escuela como tiempo libre, es decir, como tiempo no productivo, no fijado, sino abierto. O, para expresarlo, en palabras de Simons y Masschelein (2020) un lugar de separación, de salida, de la distancia y de la suspensión. Salida del mundo de la vida cotidiana y sus pandemias, en el que se logra suspender o postergar un tiempo visto de forma lineal.
Así pues, la universidad bajo esta concepción debe producir tiempo libre, una brecha en la vida, que bajo el signo de la intensidad lleva a los individuos a la lógica de la causa y el efecto, ejemplificado en frases como: “Eres esto, por lo que tienes que hacer aquello. Puedes hacer esto, por lo que tienes que ir allí. Lo necesitarás más tarde en la vida, por lo que esa es la elección correcta y la materia apropiada” (Simons y Masschelein, 2020, p. 37).
Con lo anteriormente dicho, no se pretende excluir a la universidad de su papel en la creación de conocimientos y habilidades, ni su aportación a las lógicas del desarrollo, pero tampoco se asume su sumisión a la vida real, al mercado, o a las tecnologías de la extracción y la vigilancia (Facebook, Google, Amazon y similares). Es cierto que, en tiempos de pandemia, se han levantado voces que a partir de la catástrofe, ven la oportunidad de darle el último empujón a la universidad: para inmaterializarla, para que sea atravesada en su totalidad, por lo útil, lo práctico, lo medible, lo rentable y por fin deje de ocultarse en “su jaula de hierro” (Simons y Masschelein, 2020, p. 19).
Ante esto, es importante señalar que la universidad no es una empresa, ni un laboratorio, ni un parque de diversiones, ni un consultorio, ni una startup, ni una sesión de Zoom. No lo es, pero sí tiene la obligación de pensarlos y de abrir espacios de suspensión frente a sus influencias, presiones, y modas. La universidad como lugar, piensa lo cotidiano, lo que se arraiga desde el entorno inmediato, lo que preocupa y ocupa, para profanarlo, suspenderlo y humanizarlo. Ya sea la fábrica, la tecnología o la pandemia. Sólo mediante esta potencialidad de profanación, suspensión y humanización de la vida intensa, la escuela mantendrá su justificación frente a la cada vez más acelerada y desmaterializada sociedad. No se trata, de hablar del afuera y del adentro, o de lo material o inmaterial, ni de eliminar sus límites, sino de verlos en la justa proporción de las capacidades y vulnerabilidad humana.
En relación con esta necesidad de situarse desde la proporción humana frente a lo material e inmaterial del ámbito educativo, Floridi llama e-ducación y no e-educación al reconocerse difuminadas las fronteras entre la enseñanza presencial y a distancia (2015). Floridi apunta a que, en esta época, la educación es un fenómeno cada vez más deslocalizado, uniforme y global, y no un asunto relativo, sino relacional (2013). Por ello, queda obsoleta la educación únicamente como transmisora de conocimientos y que requiere que entre los educandos y el conocimiento ocurran relaciones de búsqueda y generación de la verdad.
Si bien actualmente no hay una respuesta única sobre el qué de la educación, como se ha vivido en el pasado, la respuesta todavía depende de otra pregunta: el para qué (2013). Al respecto, Floridi propone que la educación enseñe los límites entre lo que no se conoce, la información que no se posee pero que quizá sea necesaria, sobre todo, ayudar a desarrollar un sentido agudo para realizar las preguntas apropiadas. Estos aspectos, por supuesto, los posee internamente cada persona y por ello uno de los desafíos de la educación en esta ausencia de encuentros cara a cara es el cómo socializarlos.
Reflexiones y experiencias frente a la contingencia, publicado por el Programa Editorial de CETYS Universidad.
Profesora en distintos niveles educativos, además de publicar varios libros, artículos académicos y relatos de ficción.
Autor y Coautor de varios libros y actualmente es Director del Departamento de Humanidades de CETYS Universidad, Campus Mexicali.
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